La poesía nicaragüense, forjada en la fragua de la belleza y la adversidad, ha dado al mundo algunos de los bardos más admirables del universo hispano. Desde Rubén Darío, el creador del modernismo, hasta Salomón de la Selva, cuya voz resonó en los círculos literarios internacionales, esta tierra ha producido un linaje de poetas que trascienden generaciones. En el siglo XX, nombres como José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal construyeron una tradición literaria que dialogó tanto con las raíces nacionales como con las corrientes globales. Ernesto Mejía Sánchez, maestro de la palabra contenida, y Carlos Martínez Rivas, el bardo oscuro de la modernidad, llevaron la poesía a límites de introspección y crudeza que aún resuenan. Entre ellos, y otros poetas menores pero no menos dignos de mención, se forjó un legado en el que la poesía no es solo una obra de arte, sino un testimonio de la condición humana.
Sin embargo, hoy en día, esta tradición se encuentra atrapada entre dos polos igualmente destructivos: el de los llamados “poetas malditos” y el de la “vanguardia académica”. Ambos bandos, a su manera, han pervertido la esencia del oficio poético, convirtiéndolo en una herramienta para sus propias ambiciones. Mientras unos se emborrachan de licor barato y resentimiento social, los otros se pierden en salones de lujo y títulos ostentosos. Pero en este vaivén de pretensiones y excesos, la poesía como arte puro, como expresión del logos divino, ha quedado relegada a un segundo plano.